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José Hierro Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1981
Me ha sido encomendada la honrosa tarea de agradecer, en nombre de los galardonados, la concesión de los Premios Príncipe de Asturias. Cualquiera de ellos hubiera podido representar, mucho mejor que yo, este papel. Y no lo digo, exclusivamente, en consideración a sus méritos, lo que sería, en sí misma, una razón suficiente, sino por otra causa. El poeta es, esencialmente, subjetivo. Si yo hablase en mi propio nombre, si yo no fuese el accidental portavoz de estas personalidades eminentes, no dudo que se me toleraría cierto grado de subjetividad, incluso ciertos guiños irónicos que no disonasen, que no perturbasen la solemnidad de este acto académico. Pero, al hablar en nombre de los premiados, la cortesía y el respeto que les debo me obliga a adoptar un tono, en cierto modo, impersonal. Me obliga a ahorrarme expresiones u opiniones que no puedan suscribir mis distinguidos compañeros. Desde luego, no diré lo que no siento, pero diré lo que siento de una manera ligeramente distinta.
Voy al grano. Voy de lo particular y concreto a lo general. Sean las primeras palabras un acto de gratitud a los jurados que, en cada una de las secciones, han decidido que éramos nosotros las personas merecedoras del Premio Príncipe de Asturias. La categoría científica, artística y literaria de todos y cada uno de los componentes de los distintos jurados, es para nosotros un motivo de satisfacción y de orgullo. Y no sólo por su relieve intelectual. Está también -o, sobre todo- su independencia, su imparcialidad. Otros jurados, probablemente, hubieran tomado en consideración, además de los méritos intrínsecos de cada candidato a los Premios, su mayor presencia, vigencia, en la vida pública española. Pero nuestros jurados no han caído en esa trampa. Han actuado de acuerdo con su conciencia, hasta el punto -y permítame que me erija en ejemplo- de elegir, entre tantos y tan importantes escritores y poetas como existen en la actualidad, a un poeta que lleva muchos años sin publicar.
Si es nuestro deber -gustoso deber- de biennacidos agradecer a los jurados el honor que nos han concedido, no lo es menos hacer público nuestro reconocimiento a la Institución que convocó y dotó los premios: la Fundación Principado de Asturias que -cito- "aspira a revitalizar la vida científica, técnica y cultural de Asturias [...] a ser una palanca de desarrollo y de progreso [...] a crear un vínculo, a la altura del tiempo actual, entre la región asturiana y el Heredero de la Corona española". Se trata de un forma de mecenazgo semejante al que ejercieron los reyes y grandes señores del pasado. Pero con una ventaja sobre éstos: que no se limitan a patrocinar los trabajos de grandes artistas e investigadores ya conocidos, sino que apuntan al futuro: apuestan a nombres desconocidos, ayudándoles a desarrollar todas sus posibilidades, aun a riesgo de equivocarse. Estas Fundaciones de concepción moderna, como la Fundación Principado de Asturias, que acaba de cumplir un año, si algo tienen que ver con los mecenazgos antiguos, poco o nada tienen que ver con otro tipo de Fundaciones nacidas hace un siglo, o menos aún, cuyo único fin consistía en utilizar el capital del fundador para mantener abierto al público colecciones privadas, a veces realmente absurdas. Su propósito, en fin de cuentas, no era otro que demostrar a las gentes que existió un señor muy interesado por las artes o las letras o la ciencia. Pero ¿cuál era la utilidad real, su proyección hacia el futuro?
Los promotores de la idea de crear la Fundación Principado de Asturias -ellos mismos lo dicen- "son conscientes de que sólo podrán llevar sus propósitos a feliz término si cuentan con la colaboración de los asturianos, tanto de los que viven en la región como de los que han buscado en otro suelo el campo apropiado". Me parece que, en ese aspecto, la Fundación no ha de hallar obstáculos mayores. Desde luego, yo no soy quién para opinar acerca de la mentalidad y la sentimentalidad del asturiano. Lo que pueda saber -intuir, sería mejor decir- procede de la literatura, que es más verdadera que la historia, aunque exagere y caricaturice la realidad, y también de la propia observación, de la compañía amistosa de que he disfrutado en mis fugaces visitas a estas tierras. Allá en el fondo de esta literatura, está Jovellanos: un hombre del siglo XVIII rodeado de gentes -las del norte peninsular- cuya cultura se ha detenido en el gótico, cuando no en el románico. Gentes resignadas a vivir en la contemplación de una hermosísima tierra. Gentes pobres e hidalgas, aisladas del resto del país por la cordillera. La relación del asturiano con su tierra es la del amante con la amada. Son - han sido- como esas parejas de enamorados que se adoran, que no pueden vivir separados, que son incapaces de hacer otra cosa que contemplarse constantemente. Por eso, el remedio para romper el hechizo fue alejarse de su tierra, camino de América. No se trataba de descubrir, de fundar, sino de buscar un lugar donde las grandes capacidades del asturiano pudieran desarrollarse. Pero siempre evocando la tierra materna, soñando con el retorno. Y muchos, los más desventurados o los muy afortunados, volvían. Estos, los afortunados, aquellos a quien la fortuna había sonreído, eran los indianos: empleaban lo que habían ganado en tierras ajenas, en erigir iglesias o escuelas en tierra propia. Eran testimonio de aquel amor y de aquella ausencia. Y una manera de compensar a aquel niño que fue él, que no tenía escuela, el que tuvo que emigrar. Ellos fueron la prehistoria de las fundaciones.
El indiano del siglo XIX era casi lo contrario del conquistador del siglo XVI. El conquistador iba para no volver. Se trasterraba. El asturiano llevaba en su corazón estas montañas y estos valles que son como jardines, como mosaicos verdes donde todo es diminuto, donde todo se puede acariciar con los ojos, donde todo está al alcance de la mano, a escala íntimamente humana, empequeñecido, diminutivizado, como la arquitectura asturiana. Iba para contemplar a su tierra de origen empequeñecida por la distancia. Y la comparaba con su tierra de adopción. Y era ésta la que resultaba vencida en el cotejo. Pero cuando gentes llegadas de fuera comenzaron a manchar la pureza del paisaje -recuérdese el testimonio de Palacio Valdés- el asturiano empezó a perder aquel respeto casi sacro hacia su tierra y, sin dejar de amarla, supo que podía ser un terreno apto para desarrollar sus capacidades, capacidades económicas o culturales o industriales. El casino de Vetusta, su biblioteca sobre todo, pasó a ser una estampa amarillenta del pasado. Por eso -y pido perdón por la digresión- creo que la Fundación Principado de Asturias, contará -cuenta ya- con la colaboración de los asturianos.
Esta palabras mías se han alejado del propósito inicial. Decía al principio que trataría de ser objetivo, puesto que yo no soy sino el portavoz de los favorecidos con esta importantísima distinción. Pero el hombre propone y el demonio del subjetivismo dispone. Mi discurso se ha convertido en una especie de muñeca rusa. En el interior, el jurado. Conteniendo al jurado, la Fundación Principado de Asturias. Y, acogiendo a la Fundación, la tierra, el paisaje y sus gentes. Y su cultura. O, si se me admite otro ejemplo, primero la cuerda; después la caja de resonancia y por fin, el local, el ámbito, la sala de conciertos. Pero el sonido que emiten los que escriben, o hacen música, o investigan, no podría transmitirse sin el aire. Por lo que, después de dar las gracias al jurado, a la Fundación y a los hombres de una tierra que hacen posible una hermosa aventura cultural se hace necesario dar gracias al aire. El aire, apartándonos ya del resbaladizo terreno de las metáforas y las alegorías, se llama libertad, la libertad preciosa de nuestro clásico: el aire que tenemos que respirar cuantos creamos. Y este acto es un signo de que el aire ha empezado hace poco tiempo a llegar a nuestros pulmones.
Los premios cuya concesión hoy agradecemos los que hemos sido favorecidos por ellos, llevan un nombre: "Príncipe de Asturias". El de Vuestra Alteza. No soy tan impertinente -ni tan sabio- como para permitirme dar lecciones. Quiero nada más llamar la atención sobre un acto que, tal vez, cuando sea un descendiente vuestro quien ostente el título de Príncipe de Asturias, quede desvanecido en vuestra memoria. Este acto es significativo porque supone un reconocimiento de algo que no siempre los gobiernos toman en cuenta: los valores de la cultura. Las dictaduras ponen la cultura -una sola, la suya- a su servicio, al servicio de su política. Las democracias se ponen al servicio de la cultura, la aceptan como es. En el fondo es una tarea inteligentemente política. Porque de la misma manera que constituía una torpeza la pregunta de Stalin refiriéndose al Papa: ¿Con cuántas divisiones cuenta?, resulta poco inteligente preguntarse con cuántas divisiones cuenta un investigador, un músico, un poeta. Para muchos, un poeta -que en la escala de valores utilitarios constituye el más bajo escalón- es, en el mejor de los casos, esa voluta que adorna el pináculo de un edificio. Pero ese objeto considerado poco más que como objeto decorativo, y al que se rompe y arroja al suelo despiadadamente, puede causar enormes daños en su caída. Pongamos un nombre a esa voluta -Federico García Lorca- y sabremos, desde el punto de vista político, el daño que hizo al caer.
Dije que no estoy en disposición de dar consejos. Excepto éste, que no considero excesivamente impertinente. Este aire de libertad que respiramos, el que nos permitirá continuar adelante en la tarea de lograr esa España que anhelamos, tiene una fecha: 24 de febrero. Es decir: Vuestra Alteza no tiene que prestar atención a mis palabras, sino que le basta con mirar alrededor. Señor: si el presente no hubiese empezado el 24 de febrero, sino que se llamase tarde del 23 de febrero, no estaríamos aquí. Hemos pasado tantos años oyendo palabras de elogios prefabricados que mucho me temo que alguien puede pensar que son igualmente mecánicas esta palabras que, interpretando los sentimientos de muchos, os van dirigidas. Vuestra Majestad no pregunta cuántas divisiones puede movilizar un hombre de la cultura. Sabe que un libro o un cuadro creados libremente, importan. Por eso recibe cada año a escritores y artistas. No necesita convertirlos en escritores o pintores de cámara, al respetarlos y admirarlos ha conseguido todo su respeto y admiración.
Por eso decía, Alteza, que no son mis palabras sino los ejemplos lo que importan. Tal vez un día comprenderéis la importancia que para España ha tenido esta actitud de Vuestro Augusto padre que no ha permitido avanzar un paso más hacia la tiranía. Ha ido hacia la tolerancia, es decir, ha ido hacia la democracia, que consiste, entre otras muchas cosas, en el respeto mutuo, consiste en que don Santiago Carrillo pueda decir lo que antes no podía, y que don Blas Piñar pueda seguir diciendo lo mismo que decía.
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