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Miguel Delibes y Gonzalo Torrente Ballester Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1982
La ocasión que nos congrega, en la que me cabe una función muy por encima de mi valor personal, si por una parte da realce a la pujanza y vitalidad de Asturias, ilustre por tantos conceptos, pero que en estos menesteres de la cultura humanística va unida a nombres que no perecen, y quiero citar, junto a mi paisano Feijoo, junto a Campomanes y Jovellanos, los más modernos de Clarín y de Pérez de Ayala; esta ocasión, repito, adquiere por la otra parte y en virtud de su naturaleza, una elevada significación política, ya que el mero reconocimiento público de unos méritos intelectuales y artísticos basta para provocar la concurrencia y presidencia de quien y quienes simbolizan a España y garantizan la esperanza de su futuro. Quiero, pues, que mis primeras palabras sean de reconocimiento a sus majestades los Reyes y a su alteza el Príncipe de Asturias por su presencia, y, después, a la Fundación que otorga los galardones por su acierto al constituirse en entidad que fomenta la cultura, con lo que le es dado el alumbramiento de muchas oscuridades venideras. Pero también de felicitación a los premiados, grandes nombres todos ellos, por el relieve y fasto con que sus méritos en el orden de la creación y de la investigación les son celebrados. Ante todo, a mi colega de la Real Academia Española, Miguel Delibes, nuestro gran novelista castellano. Después a mis compañeros de generación Pablo Serrano y Antonio Domínguez Ortiz, aquél por el modo como ha escudriñado la materia y le ha sacado formas inesperadas y estremecedoras; éste, por haber indagado en los archivos y haber sacado de su silencio hechos pasados que promueven nuevos modos de entendernos y conocernos los españoles. Después a Mario Augusto Bunge, que representa entre nosotros la luz inalterable del humanismo, al que, desengañados de maneras menos auténticas y libres de concebir la cultura, hemos de volver los hombres; a Manuel Ballester Boix, que escudriña también, pero en la realidad más honda y delicada de eso que alguna vez llamábamos materia y que ahora no sabemos cómo llamar, y, por último, a Enrique Valentín Iglesias García, cuyo esfuerzo ayuda a mantener vivo el canal de amistad y comprensión que nos religa a las Américas. Especial emoción me causa, sin embargo, la presencia de Antonio Domínguez Ortiz, y no sólo por el hecho ya señalado de formar a mi lado en la misma generación, sino por haber compartido conmigo durante más de cuarenta años la misma tarea docente con la eficacia que sus discípulos proclaman; y voy a aprovechar su nombre y asimismo su obra para explanar unos de los puntos a los que estas pocas palabras mías intentan dar relieve. Me refiero, ante todo, al conocimiento de la Historia, que hoy en España, de manera eminente, practica mi colega, amigo y admirado compañero Antonio Domínguez Ortiz: él sabe, lo sabemos todos los que alguna vez nos hemos estremecido ante la realidad de nuestra patria, lo importante, lo urgente de una investigación objetiva y completa que nos permita a los españoles saber de verdad lo que fuimos, entender de verdad lo que somos y sacar de este conocimiento los principios que deben de verdad regir nuestra conducta ciudadana: una de las causas más profundas de nuestros errores históricos, de nuestro comportamiento como pueblo, es sin duda la falsa idea que tenemos y mantenemos de nosotros mismos y de nuestro pasado. Y dije falsa cuando debí decir falsas, ya que son lo menos dos contradictorias e irreductibles, las ideas a cuya contienda asistimos, ambas incompletas y frecuentemente equivocadas, una y otra postulando ese conocimiento histórico, verdadero y acaso desencantado, al que los españoles necesitamos hacer valerosamente frente, que nos permita rectificar nuestra visión del mundo, e incorporar a ella la de una España clarificada. Es un conocimiento que debe penetrar en todos los estamentos, fundamentar todas las actitudes, constituir el cimiento inamovible de cada personalidad singular, pues no se puede transitar por nuestro tiempo sin una idea cabal de la comunidad a la que pertenece y del lugar que le corresponde en la realidad, quizás en su desconcierto. Antonio Domínguez Ortiz ha contribuido en grado muy notable al esclarecimiento de graves aspectos de nuestro pasado. Me complazco en señalarlo.
El segundo punto de que intento tratar es el de la investigación científica. Don Manuel Ballester representa aquí esa actitud eminente, seductora, pero ante la cual los españoles no parecen provistos de tener la sensibilidad adecuada. Es una cantinela repetida y acaso fúnebre, de las que no presagian bonanzas. Y para que se entienda la razón por la que yo, inventor de ficciones más o menos fantásticas, dejo a un lado el elogio de la poesía e insisto en clamar por la necesidad de la ciencia, me voy a permitir la exposición de algunas razones personales. Es inevitable que, para ello, recurra a mis recuerdos, pero prometo no abusar, y anticipo que esos recuerdos pudieran coincidir, en su sentido, con los de muchos españoles. Yo nací en una ciudad, más que marítima, marinera; una ciudad especializada en la construcción de barcos, con fama justa de haber alcanzado en esa industria la excelencia. En una hermosa plaza rodeada de magnolios, la estatua de Jorge Juan señala, con su dedo, el conjunto gris y azul de los arsenales. Jorge Juan fue una de las más finas, de las más responsables cabezas de su siglo, y los arsenales que señala los más famosos. Se contaba, en mi niñez, cómo aquellos ingenieros de espadín y peluca, inclinados sobre el panel de los planos, habían inventado los mejores barcos de su tiempo, poderosos, veloces, bellísimas máquinas de jugar con el viento y contra él. Insisto y quiero dejar bien claro que, antes da haberlas construido, las habían inventado. Eran suyas la ciencia y la técnica, el saber y la práctica que les colocaba a la vanguardia de su tiempo, audaces, clarividentes, aunque rodeados de una sociedad perezosa, miedosa a la que era menester espabilar y asegurar. Todos sabemos que fue tarea frustrada y no por culpa de aquellos constructores de barcos. También, cuando yo era niño, se botaban navíos en aquellos astilleros, pero ya no se inventaban. El dedo de Jorge Juan mostraba, sigue mostrando, la misma fábrica, que trabajaba y sigue trabajando con patentes extranjeras. Y si el dedo de Jorge Juan señalase a todas las fábricas de España, en la mayor parte de ellas apuntaría a lo mismo: una excelente mano de obra que realiza lo concebido por otros. Sucedía en el siglo XVIII que ciertas personas ilustres se habían aficionado a la investigación, y pusieron las bases de nuestra ciencia moderna; pero también sucedió que, apenas iniciada, esa tradición se interrumpió, y ya dije por qué causa, pues el fracaso de las artes navales no fue más que un aspecto de un fracaso general. La sociedad española, para justificarse, se encaramó en una supuesta superioridad moral, y así surgió la penosa, la incomprensible frase de "Que inventen ellos". El que la profirió, grande fue su talento, no comprendía que, desde aquel momento, el futuro pertenecía a quienes inventaban, y el que no inventaba tenía cerradas las puertas de la esperanza. La sociedad española no ha salido apenas de su error, porque persiste en su antigua soberbia, que hoy enmascara impotencia, egoísmo, pereza... Hay quien piensa, sí, que inventar es necesario, pero les resulta más cómodo y, sobre todo, más barato, comprar lo que inventan otros, precisamente los "ellos" de la frase. Sería necesario que comprendiesen, que lo comprendiésemos todos, que quien tal hace ejercita un modo, disimulado, de desamor a la patria; en el fondo, de desprecio. Quizá presuman de patriotas, pero no lo son. A nuestro país le urge, ante todo, investigar. Necesitamos, como individuos y como pueblo, correr la enorme, la inabarcable aventura de la ciencia, correrla con los demás hombres del mundo; mezclados, sí, al pelotón, pero con nuestra propia bandera. Empezamos a conocer la realidad, apenas si hemos alzado ya una punta del secreto que la oculta: escudriñarla hasta el fondo, si un fondo hay, es la más importante tarea de los hombres de hoy y del futuro, si es que la locura de unos cuantos permite que ese futuro sea alguna vez presente luminoso. Pero, al mismo tiempo, conviene inventar máquinas. El conocimiento de la realidad nos alza sobre la calidad mostrenca, común a "los humanos", pero la invención nos permite vivir y vivir mejor. Y quiero señalar a todos los presentes la curiosa circunstancia de que los pueblos de grandes inventores son al mismo tiempo de grandes novelistas, porque el inventor de ficciones y el de artilugios ponen en juego la imaginación. Y esto me lleva a recabar de los poderes públicos un tipo de educación más imaginativa, no que castre, sino que fertilice y favorezca las facultades creadoras. Hay que contar a los niños cuentos de hadas para que, de mayores, puedan hacer innecesaria la importación de patentes. Y, además de más imaginativa, la educación tiene que ser más ambiciosa. Tengo una larga experiencia en ese campo, tengo sobre mí cuarenta y cinco años de experiencia docente, y puedo aseguraros que nunca he visto a mi alrededor más que sistemas de enseñanza destinados a la exaltación e instalación de lo mediocre, en cuya selección nuestras instituciones se han mostrado tan hábiles como empecinadas, al tiempo que dificultaban o impedían, que dificultan y siguen estorbando, la selección de los mejores, empujados a la emigración con dolorosa frecuencia. Ni siquiera hemos aprendido a utilizar con ventaja los talentos medios, por mucho que hayamos querido sacarnos de la nada unas generaciones de técnicos secundarios y medios. ¡Qué extraña miopía! Los técnicos de grado medio sólo sirven para poner en marcha lo que inventan los demás, y nosotros necesitamos inventar, ya lo dije. Ambición e imaginación, no conformidad; imbuir en la sociedad esa idea de que sólo se es de veras libre en la medida en que la dependencia es interdependencia, cuando tomamos tanto como damos, ni un gramo más. Pero, antes de concluir estas palabras que ya van siendo demasiado largas me gustaría todavía insistir y enunciar una idea que juzgo complementaria. Los españoles, ante las grandes tareas, solemos descargarnos de responsabilidad proponiéndoselas al Estado, sin darnos cuenta de que tampoco el Estado recibe nada gratuitamente. Todavía don Santiago Ramón y Cajal lo esperaba todo del Estado, sin acordarse de que el Estado es una entidad abstracta representada por hombres concretos, por hombres que forman parte de nuestra sociedad. Yo pienso que esa enorme empresa de promover la ciencia y la técnica corresponde a la sociedad en su conjunto, en colaboración con el Estado y a veces al margen de él. Al Estado le corresponde, compete sobre todo, favorecer, promover y en su caso defender. Al que aduzca nuestra pobreza, hay que responderle con la estadística asombrosa de los gastos inútiles, del despilfarro de la sociedad española en actos que, todo lo más, redundan en el fomento de la estupidez colectiva. Con la mitad de lo que la sociedad española derrocha, tendríamos las bases económicas suficientes para crear, en muy pocas generaciones, una ciencia y una técnica españolas a la altura de los tiempos. No es que proponga un esfuerzo del que vayamos a enorgullecernos: es que, de que dispongamos o no de investigación y técnica propias, depende nuestro futuro como pueblo libre y con la identidad bien clara.
Majestades, Alteza, colegas y amigos asturianos, junto a tantas ficciones inventadas por mi infancia, esa de España sin miedo a la verdad, audaz en su descubrimiento, y capaz de transformar la realidad, es la más antigua, la más acariciada, la más soñada, como que nació en mi niñez, cuando intentaba descifrar como signo aquella mano de Jorge Juan, en el viejo paseo de Herrera de esa ciudad industrial y marinera en que nací. Conocí tiempos de indiferencia cultural y tiempos de grande esperanza. Ahora, en mi vejez, he palpado, palpo todos los años, ese milagro de acercamiento de la Suprema Magistratura del país a los que piensan, a los que sueñan, a los que crean, y lo tengo por la más estupenda novedad histórica traída por la monarquía. Majestad, esos hombres de las ciencias, de las artes, de la literatura, llevan en sus mentes el futuro. Y el futuro lo será Vuestra Alteza, el Príncipe de Asturias. En el viejo ceremonial bizantino, se decía a los basileos: Para vosotros años innumerables. Yo se lo digo a los nuestros. Pero un día, Alteza, la antorcha quedará en vuestras manos. Deseo ardientemente que sea entonces realidad lo que en este momento es sólo un sueño. Con esta esperanza doy fin a mis palabras.
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