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Ángel González Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1985

Ángel González

Pecaría de ingrato si no comenzase expresando mi reconocimiento a quienes propiciaron e hicieron recaer sobre mí este doble honor: recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras -una de las distinciones más prestigiosas en el ancho y hondo mundo de la literatura escrita en lengua castellana- y hablar hoy desde aquí ante una audiencia tan augusta, ilustre y generosa.

Quiero subrayar que hablo, por supuesto, en nombre propio. No voy a incurrir en la arrogante pretensión de verbalizar los sentimientos y las ideas de todos los premiados, personalidades verdaderamente insignes en distintas especialidades de la ciencia y de la cultura, con méritos mayores que los míos. Hablo también como escritor, ya que en calidad de tal estoy aquí. Me gustaría hablar como poeta, pero no podría hacerlo sin contradecirme gravemente, pues siempre he sostenido que los poetas no existen, salvo en la lectura. Si hablase como poeta les hablaría, en mi opinión, desde la nada. El poeta Ángel González, si es, estará en los libros como una posibilidad, como una propuesta al lector que será quien, en último extremo, decida su existencia o su inanidad. Aquí está, tan sólo, el hombre que ha tramado las palabras que le dan vida al poeta, palabras insuficientes en sí mismas, que no tendrían sentido sin el concurso de los otros. Y ésa es una de las grandes lecciones que, a mi modo de ver, se desprenden de la poesía. Porque nuestra forma de ser, lo que efectivamente somos, depende de los otros más de lo que habitualmente pensamos. Nadie, y esto es muy evidente en el caso de los poetas, puede existir sin los demás.

No lo olvidemos nunca.

Es cierto que el poeta, el gran poeta lírico, moviliza impulsos que el hombre encuentra en el centro de su intimidad o de su experiencia. Pero esas reacciones anímicas y sentimentales, por muy personales que parezcan, no pueden ser únicas e intransferibles. Si no vibran por simpatía en el corazón de otros, si no resuenan y se actualizan en sensibilidades ajenas, pero próximas al fin, el poeta habrá nacido muerto. No por lo que dice, sino por lo que efectivamente hace, el acto poético es, en su esencia, eminentemente solidario.

Y lo es además por la materia misma con la que el poeta trabaja: la palabra, la lengua que, como Antonio Machado destacó en tantas ocasiones, es siempre un bien compartido, patrimonio y creación colectiva que la comunidad de hablantes entrega, ya hecha, al poeta.

En ningún género literario la lengua desempeña un papel tan predominante como en la poesía. Y ese protagonismo permite a las palabras del poema manifestarse en libertad con independencia de los designios de quien las escribe, actualizar la infinita gama de posibilidades expresivas que subyacen, olvidadas o inéditas, en el idioma. Con frecuencia, el poema revela algo más que el pensamiento y el sentimiento de un solo hombre; no es raro que las palabras, por propia iniciativa, sientan y piensen en él y por medio de él, reactivando el sentir y el pensar de todo el pueblo que las usa y las crea.

He hablado de la poesía no sólo porque es uno de los pocos temas que puedo tratar con cierto conocimiento de causa, sino porque también la doble afirmación solidaria que se advierte en su esencia coincide con los propósitos de la Fundación Príncipe de Asturias y representa ejemplarmente su fines, siempre dirigidos a destacar y reforzar lo más positivo: los lazos culturales que constituyen el patrimonio común de los pueblos de lengua castellana, lo que une, lo que hermana, lo que vincula.

Ir hacia los otros, destacar lo que tenemos en común con ellos, -un empeño que por sí solo justifica a la Fundación Príncipe de Asturias-, reconocernos en el mayor número posible de semejantes, es una tarea que, en la España de hoy, para alejar definitivamente un pasado sombrío y preparar el advenimiento de un porvenir más luminoso, me parece todavía necesaria y urgente.

Y al decir que esa tarea me parece necesaria todavía, no estoy olvidando que lo conseguido por los españoles en el terreno de la solidaridad y de la convivencia es mucho. Tal vez los ojos habituados no perciban la magnitud de las transformaciones; pero los míos, que son los de un viajero que regresa anualmente a su tierra para reconocer las cosas que más ama, aún no salen de su asombro. La España de hoy es mucho más alegre y viva, mucho más habitable y justa que la que dejé hace doce años.

La extraordinaria mutación de España no parecía fácil, pero fue posible gracias, en primer término, a la libertad y a la democracia, que permitieron que la mayoría de los españoles impusiese su voluntad de evolución y de concordia.

Y al llegar a este punto es inevitable hacer un papel de referencia al decisivo, inteligente y valeroso papel que, en el proceso de instauración y consolidación de esos dos grandes bienes -la libertad y la democracia-, representó la Corona, que supo entender, estimular y defender cuando fue preciso las mejores aspiraciones de su pueblo: una actuación impecable que merece el respeto y la gratitud de todos nosotros.

Por todo lo dicho, por lo que la poesía tiene de acto radicalmente solidario, pienso que este premio, que sólo para evitar equívocos llamaré mi premio, es un premio otorgado ante todo a la poesía. La poesía escrita en lengua castellana es en estos momentos tan variada y tan rica que no se me oculta que son muchos los que, con los mismos méritos que los míos -algunos con mayores méritos-, podrían estar ocupando ahora este lugar. Así, como distinción a la poesía tanto o más que como premio a mi escritura, interpreto y acepto este gran honor.

Una precisión última antes de poner punto final a mis palabras. Soy el primer nacido en Asturias que recibe uno de los Premios Príncipe de Asturias. En gracia a tal circunstancia, se me puede perdonar que haga una referencia concreta a Asturias, la tierra que un lejano día, hace ya sesenta años, vi por primera vez como compendio e imagen de toda la tierra. Si el hecho de haber venido al mundo aquí, en esta ciudad, en Oviedo, tiene para mí importancia, es porque en realidad fue el mundo el que vino a mí precisamente en este lugar, materializándose ante mis asombrados ojos infantiles como una inédita y mágica aparición. Aquí, en Asturias, vi por primera vez todas las maravillas del universo que están a nuestro alcance: las montañas y los ríos, el mar, los animales y las plantas, el cielo y la lluvia -sobre todo la lluvia-; aquí descubrí el significado del amor, más valioso aún cuando su luz destacaba contra el fondo sombrío de la desgracia y del odio; aquí conocí no sólo la belleza de la tierra, sino también las grandes virtudes humanas: la solidaridad, la abnegación, la generosa y decidida entrega de los hombres a la lucha por la justicia y por la libertad.

Todo lo que vi y viví después, ya en mi edad adulta, no dejó de ser nunca una mera representación de esa primera y asombrosa presencia: virginal aparición del mundo que quedó indeleblemente grabada en mi espíritu como una inevitable referencia para entender la totalidad de las cosas y de los hechos a los que la vida me enfrentó más tarde.

Desde ahí, desde ese tiempo pasado que hoy es sólo memoria, está hecha gran parte de mi poesía. Por eso pienso que el poeta premiado en esta ocasión le debe tanto a Asturias como el hombre que escribió sus versos.

Por todo, y a todos, muchas gracias.

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