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Ricardo Gullón Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1989
He recibido de la Fundación Príncipe de Asturias el encargo de dirigirles la palabra en nombre de los galardonados con los Premios correspondientes al presente año y dar las gracias por su concesión. Cumplo gustoso tal encomienda que, además, me pone en el trance de compartir con ustedes algunas reflexiones y algunas ideas muy arraigadas en la conciencia de quien les está hablando.
Empezaré diciendo lo que a mi juicio significa la Fundación Príncipe de Asturias y lo que con sus actividades ha logrado: situar a Asturias y a España en lugar muy visible del mapa cultural europeo. Al acoger en las listas de premiados a personalidades prestigiosas de la literatura, las artes plásticas, la música, la ciencia, la política, etc., dio prueba de inteligencia comprendiendo la vasta pluralidad de un mundo en mutación permanente y escogiendo para esos Premios a los que, jurados competentes y neutrales, consideraron los mejores en su especialidad.
Sobre las diferencias de ideología, religión y nacionalidad pesó la valoración del esfuerzo, la valoración de la voluntad de servir al hombre en la esfera de actuación propia de cada cual. Leyendo la relación de los premiados en los nueve años de vida de la Fundación Príncipe de Asturias, sorprende la riqueza y significación de un grupo en el que se encuentran coincidentes personalidades de la más diversa estirpe.
En Asturias nació la idea y la Fundación se encargó de convertirla en realidad. Asturias, tierra en que se funden mito e historia, tierra de leyendas, tierra de soñadores y de hombres prácticos, de canciones y danzas sencillas, propias de un pueblo renuente a la hueca hinchazón de los solemnes. El alma colectiva de este pueblo se renueva en lo necesario sin alejarse de su sustancia tradicional.
Si mi palabra tuviera líricos fulgores quizá me atreviera a cantar este rincón de la patria donde, desde hace más de medio siglo, tengo la fortuna de vivir sus luces y sus sombras, sus fiestas y sus penas. Ligado a los asturianos por herencia, matrimonio y residencia admiré -como ya hacía mi padre, nostálgico hasta el fin de sus años ovetenses- el paso firme con que los asturianos se acercan al futuro, su energía al enfrentarse a los problemas, sin dejar de ser fieles a modos de vida recibidos de sus mayores. A la orilla de la ciudad industrializada persiste el bosque donde las xanas habitan en sus recintos arbóreos, tan seductores como hace dos siglos.
Advierto en las cabezas más claras de esta región preocupación muy justificada por la contaminación ambiental. ¿Podría tanta hermosura corromperse y desaparecer bajo el imperio de la industrialización? No quiero creerlo: valles y montañas gozan todavía la limpieza y transparencia del aire que gozaron y exaltaron Armando Palacio Valdés, Leopoldo Alas y Ramón Pérez de Ayala.
Tres nombres de escritores amantes de aldeas, y praderíos, de la luz velada por la bruma y del aire lavado por la lluvia. Reinventaron su belleza en la palabra, como Evaristo Valle en el color y la línea. Ellos, y no sólo ellos, preservaron y transmitieron imágenes, emblemas y símbolos de un país que, soñado, vibra en el sueño y en el soñador. Estos hombres crearon una Asturias de la mente cuyo parentesco con la Asturias cotidiana es perceptible, aun si la invención nos traslada a otro plano de intelección. Narraciones y cuadros permiten visualizar mejor la sustancia de la “patria querida” evocada en la canción.
Y dicha palabra, esta palabra, canción, los susurros de la brisa, los rumores del hayedo, los ecos de la romería se articulan en melodías en que alternan el vigor y la melancolía. Canciones del pasado que los viejos oyen con nostalgia y los jóvenes renuevan en fiestas propicias al amor. Voces de vida renovadas en los corredores del tiempo, hoy como ayer y nunca idénticas en el “siempre” de la continuidad.
Asturias. Quienes hemos vivido su dulzura durante tantos años te llevamos en la sangre y agradecemos, como yo agradezco, todo lo que a tu espíritu debemos.
Ahora, me permitirán que exponga ante ustedes preocupaciones sobre temas relacionados con los cambios experimentados por la sociedad contemporánea en el ámbito de la cultura. El impulso dado a la investigación científica durante los últimos ciento cincuenta años produjo resultados de extraordinario valor. No cabe mejor justificación de tales investigaciones que el progreso logrado en todos -digo en todos- los sectores de la ciencia, desde la bioquímica a la electrónica, pasando por la fisión del átomo.
Sus consecuencias están a la vista y cada cual -si quiere- puede verlas, según son, en su variedad y más en su contradicción. No todos aciertan a distinguir entre luces y sombras deslumbrados por los adelantos que variaron radicalmente las formas de vida de la “sociedad occidental” (entendiéndose el termino “occidental” como incluyente de los países prósperos, estén o no situados en Occidente).
Observadores sagaces de esta sociedad notaron que los avances logrados en ciencia y tecnología no iban acompañados de un progreso moral paralelo. El desequilibrio, creo yo, aumenta día tras día, y es forzoso preguntarse si no contribuye a su incremento un tipo de educación carente de los necesarios soportes deontológicos. Einstein y Oppenheimer mostraron su recelo ante la utilización mortal de los descubrimientos de la física, y análoga reserva habrá de mantenerse en otros sectores: la genética, por ejemplo.
Si la expresión “el arte por el arte” se declaró caducada, urge hacer lo mismo con su paralela: “la ciencia por la ciencia”. No: la ciencia -y el arte- para el hombre. Reitérense las llamadas de alerta ante los signos y señales de la deshumanización. Los grupos ecologistas, cuando no corroídos por la política, desempeñan una función retardatoria -por lo menos retardatoria- del castigo infligido al planeta por los estamentos menos escrupulosos.
La protección de los Estados a las ciencias capaces de mejorar la calidad de vida y de contribuir a la nivelación de las desigualdades sociales está justificada. Lo que no se justifica es la insólita discriminación de quienes se esfuerzan en mantener en nuestra sociedad los valores humanos. Esta discriminación acontece cuando, según ya sucede, las Facultades de Ciencia -con plena razón- rechazan a estudiantes insuficientemente preparados, y que -eso sí- podrán matricularse en las de Letras y Derecho. Asignación perniciosa para el destinado a estudios que no le interesan y ofensiva para los atraídos a las Humanidades, tan injustamente situadas en los escalones inferiores de la jerarquía universitaria.
Las Humanidades son el alma de la Universidad, su centro ideal, su conciencia. Si el alma es relegada a un papel ancilar, la Universidad “desalmada” o, cuando menos, desangelada, perderá su condición rectora de la vida intelectual y del país, que, falto de brújula, flotará azarosamente en las aguas turbias del particularismo.
Reflejado y velado en las Humanidades, el Humanismo español se atiene al “hombre de carne y hueso”, presente en la meditación de Unamuno, predicador cotidiano de la humanización total. Contra el arte deshumanizado se alzó Ortega, y en torno al hombre que trabaja y juega desarrolló Eugenio d’Ors su Ciencia de la cultura. De estos y de otros maestros aprendimos a vivir en lo concreto y terrenal sin olvidarnos de que volar es posible: raíces y alas, dijo Juan Ramón Jiménez.
Como profesor y crítico literario asisto con preocupación al espectáculo de la desintegración de la Universidad en que me formé y en la que viví durante años. No desconozco la diversidad de factores intervinientes en esa disgregación y me alarma especialmente la falta de interés por la lectura manifiesto por la mayoría de los jóvenes. Cuando sus abuelos y sus padres llegaron a la Universidad sabían que ingresaban en una comunidad de lectores; emularlos era necesario para ponerse a su nivel, asimilando en el aula y en el libro los conocimientos que ellos les transmitían.
Años de aprendizaje y de formación hoy rechazados por un número considerable de jóvenes poco adictos a la lectura.
La Universidad de esta ciudad se llamaba Universidad Literaria y respondía adecuadamente al adjetivo. Hasta finales del siglo anterior la centralidad de las Humanidades no se discutía; después, la crónica universitaria describe su gradual relegación a zonas de menor importancia.
El interés por la literatura disminuyó y sigue disminuyendo: es dura la competencia con los medios audiovisuales y los deportes contemplados más que practicados, salvo por los profesionales. La apatía mental ahuyenta a unos, la pereza a otros, la falta de preparación a éstos... Unos cuantos persisten: constituyen la “minoría selecta” de Ortega, la “inmensa minoría” de Jiménez, y comúnmente más son denostados que elogiados: las aristocracias, aun las de la inteligencia, no están de moda. ¡Lástima! Si los adscritos a este grupo se caracterizan por su voluntad de servir ¿por qué mirarlos con sospecha?
No sé si el desinterés por la literatura se debe a la ignorancia de los efectos que sus obras pueden producir en el lector. Las invenciones del ingenio humano conducen al conocimiento y al reconocimiento: a un conocimiento en profundidad de los mecanismos del comportamiento y de las causas del sentimiento. En Francesca y Beatriz descubrimos la sustancia del eterno femenino y con Yago, Don Juan y Segismundo tomaron conciencia de arquetipos masculinos de permanente vigencia.
Novela, teatro y poesía alivian el cansancio del fatigado, distraen la pesadumbre del triste, deleitan al imaginativo y aleccionan a todos. No hace falta que el escritor se proponga aleccionar; por el solo hecho de novelar, dramatizar y poetizar instruye y enriquece al lector. De hecho, vivimos en espera -que se ignora- de la palabra iluminadora. Quien descifra un texto literario demuestra su capacidad de aprender y de vitalizar la letra descubriendo la lección patente en la escritura y en los silencios.
Texto y lector a veces se ajustan cabalmente: ambos participan de la invención. He comprobado cómo el estudiante se sorprende de su deslumbramiento: siente palpitar la página y se atreve a pensar que esa palpitación es, hasta cierto punto obra suya. Viven Ana Karenina y Ana Ozores, mister Pickwick y Julián Sorel, y tan vigorosamente habitan en la mente del lector que se resiste a reducirlos a construcciones verbales, a funciones en la estructura. La tarea más ardua del profesor de literatura quizá consista en conducir a los alumnos a una percepción de segundo grado de actantes e incidentes. La realidad amanual se resiste a diluirse en los rigores de la teoría: el amor y la muerte siguen suscitando en lectores y espectadores, especialmente en los jóvenes, sentimientos que no conviene llamar literarios, aunque de la literatura procedan.
No yerra el maestro si respeta los fueros de la sensibilidad en tanto orienta al discípulo hacia los horizontes despersonalizados del análisis textual. Enamorarse en buena hora de la heroína, con tal de que en segundo movimiento reflexione acerca del cómo y con qué medios la palabra logró producirle ese efecto. Inducirle a reflexión, o sea, a volver la mirada sobre sus emociones es ya en sí mismo habituarle a un ejercicio de apertura mental intelectualmente beneficioso.
Una y otra vez constatamos los profesores de literatura la distensión producida en el alumno por la lectura de obras imaginativas incitantes, y es en este sentido cuando cabe hablar de didactismo: junto a entretenimiento y estímulo puede ponerse aleccionamiento: de Don Quijote, aprende el infortunio del empeñado de restaurar el heroísmo de ayer en un mundo que ya no lo necesita, y, por analogía, los riesgos del anacronismo espiritual y de las diferencias de perspectiva.
El enseñante discreto facilita la comprensión del texto mediante asociaciones esclarecedoras de su sentido. Adiestrar al estudiante en la percepción de las formas, en el entendimiento de las situaciones, en la visualización de las estructuras, etc., es tarea del profesor tanto más útil cuanto más espacio deje a la iniciativa del estudiante. Que éste se aproxime al texto sin sentirse forzado, con libertad de elegir y hasta de equivocarse -la rectificación se impondrá por sí misma-.
Las aportaciones de los teóricos al análisis de las formas con preferencia al de los contenidos ha sido beneficiosa para el estudio de la obra literaria, y aún más lo fue entender aquéllas y éstos vinculados de manera que quepa afirmar con visos de verdad algo así como: la forma es el contenido; la forma -recuérdese- incluye oblicuamente tiempo y espacio, materia transfigurada en sustancia, peculiaridades de dicción, voz configurante, enunciación -y, en ella, enunciado- y cuanto en suma constituye la creación.
Creación, creador, hacedor, inventor... ¡Cuántos nombres sugerentes del acto primordial! De la nada y por el ejercicio del instrumento diferencial del hombre, la palabra, emerge algo nuevo, algo valioso en sí y para sus receptores y beneficiarios. La pregunta, retórica sin duda, se impone: ¿habrá de detenerse el flujo de la creación?, ¿podrían ponérsele trabas en nombre de discutibles prioridades? Rotundamente contestaré: no. En una página de ficción científica, los hombres acosados se convierten en libros que éstos pervivan. Estoy seguro de que la invención literaria y el fervor por las Humanidades nunca desaparecerá.
Podrán ser preteridas, desdeñadas, declarada su incapacidad para servir al hombre actual; podrá el negativismo relegarlas a los suburbios de la sociedad consumista, pero jamás faltarán voces que defiendan el Humanismo e instituciones como esta Fundación Príncipe de Asturias que reconozcan su significación y su valor.
Convenzamos a los escépticos de la necesidad de mantener e incluso de exaltar los estudios humanísticos, en torno a los cuales, como hasta ahora, deberá centrarse la Cultura. Ella y sólo ella es el baluarte seguro contra las invasiones de los bárbaros que tantas veces amenazaron destruirla para ser finalmente convertidos por ella. Frente a las corrientes utilitarias, la Cultura, honor y gloria del hombre, mantendrá en alto sus banderas. Así lo espero y así lo proclamo en este momento solemne de la contemporaneidad.
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