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Carlos Bousoño Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1995

Carlos Bousoño

Majestades,
Alteza Real,
Excmos. Sres. Ministros,
Excmo. Sr. Presidente del Principado,
Excmo. Sr. Presidente de la Fundación Príncipe de Asturias,
Excmos. Sres.,
Señoras y Señores,

Ante todo, debo agradecer públicamente el galardón que se nos otorga, en nombre de todos los que hemos sido premiados este año por la Fundación Príncipe de Asturias en sus diversas ramas.

No necesito decir, porque el hecho resulta indudable, el altísimo aprecio de que disfruta hoy, en España, pero también (quiero subrayarlo porque me consta) fuera de nuestras fronteras, este Premio que lleva, Alteza Real, vuestro nombre.

Entre los numerosos méritos de la Fundación que hoy nos ha reunido aquí, quiero destacar, como tal vez el más significativo, el carácter internacional de sus directrices, que junta en este teatro, cada año, los nombres literarios y científicos españoles, con los otros de la América que habla y escribe en nuestra misma lengua; y aún, fuera de esas ramas, los de personajes de todo el mundo: hoy, por ejemplo, están entre nosotros varios premiados extranjeros, como la atleta argelina Hassiba Boulmerka, junto a estadistas de la talla de Su Majestad el Rey Hussein de Jordania y de Mario Soares, Presidente de la República de Portugal, tan merecedores todos ellos del laurel que han conseguido.

Y el hecho de que este internacionalismo me parezca ser quizá una de las supremas virtudes de esta Fundación se debe a la evidencia de que el debilitamiento de las fronteras que separan a los distintos países resulta constituirse como la gran tarea que desde hace algunos años está comenzando en el mundo, y que ha de llegar acaso pronto a acentuar y extender su carácter fusionador, junto al otro movimiento que parece contrario y no lo es, pues responde, según pienso, a idéntico ímpetu esencial: el de reconocer asimismo, y hasta mimar, las diferencias de las distintas regiones de que cada nación, a su vez, consta. Por un lado, digamos, anda, en el mundo actual, la idea de una Europa unida; por otro, las autonomías lingüísticas y étnicas en España, Italia, Alemania, Bélgica, etc. Las dos cosas son necesarias y complementarias, como creo haber dicho a partir de 1958. Quisiera explicar brevemente las razones que, a mi juicio, actúan en tan trascendental asunto.

Remitiéndome, por lo pronto, únicamente a la tendencia hacia las grandes unidades que es lo que viene más al caso, el hecho se nos hace palmario en cuanto nos percatamos (aunque no sea ésta la causa del fenómeno, sino sólo su principal estímulo) de que el mundo de hoy está, de hecho, unificado ya en sus aspectos esenciales, económicos, científicos, técnicos y hasta en las modas del vestir, pensar o sentir.

Las comunicaciones instantáneas contribuyen con fuerza a la unión: aviones, teléfonos y telégrafos son cosas ya viejas, pero la televisión, el fax, los ordenadores, y tantos otros artilugios son asombros recientes. Y ahora preguntémonos: ¿no hay una verdadera contradicción, condenada como tal a su pronta desaparición entre esa manifiesta unidad sustantiva y la vigencia extrema de fronteras inexorables y radicalmente separadoras? Y aunque tampoco sea lo que voy a decir la verdadera causa de la tendencia opuesta a proteger las discrepancias de las partes (valones y flamencos, en Bélgica; gallegos, vascos o catalanes en España, etc. etc.) no hay duda de que un estímulo importante (repito: estímulo y no causa) de esa extraña paradoja aparente ha de ser el instinto a no destruir la riqueza de benéficas variaciones que la estandardización excesiva puede provocar. Pero, ¿cuál será entonces la causa única de ambos contrapuestos fenómenos: unión por arriba: Europa, etc., y aparente despedazamiento por abajo; o sea, poder de las partes y disminución del poder de los todos; o dicho aún de otro modo: disminución del poder de las grandes naciones y centros, a favor del aumento de éste en sus respectivas subordinaciones: "poder negro", "poder de las minorías", "poder de las regiones", poder de las mujeres -"feminismo"-, poder de las colonias -"descolonización"- etc.; en suma: descentralización, frente a la progresiva centralización política en que ha consistido la acción de los gobernantes, de un modo creciente, a partir de Luis VI el Gordo en Francia (comienzos del siglo XII) hasta hace sólo unos pocos años?

¿A qué se debe, en efecto, ese doble fenómeno, que nos desconcierta por su paradojismo? Como no puedo contestar a esto con la necesaria extensión, hablaré, haciendo una enorme síntesis. El crecimiento de la razón físico-matemática, sobre todo a fines del siglo XVII y a lo largo del siglo XVIII, razón que es, claro está, una razón generalizadora sin excepciones, trajo consigo, finalmente, las ideas de igualdad entre los hombres, la supresión de los privilegios de los nobles, amén de los derechos civiles y los derechos humanos, consagrado todo ello en la Revolución francesa. Llegado el Romanticismo, y asimilados tan altos logros, ese tipo de razón, que hasta el momento sólo había aportado beneficios, empezó a verse con desconfianza, pues, al generalizar, se olvidaba, (en un momento en que el individuo importaba ya mucho), precisamente del individuo, y, por tanto, de la vida, que es siempre individualísima. Se busca entonces una razón distinta que no resulte antivital. Tras los tanteos románticos y simbolistas, la razón vital orteguiana representa el triunfo de esta tendencia, pues se trata de una razón que generaliza (toda razón forzosamente ha de hacerlo), pero que tiene en cuenta las excepciones, las peculiaridades discrepantes de grupos e individuos. El crecimiento de la protesta, y por tanto de la crisis, de la razón físico-matemática o instrumental generalizadora sin excepciones, repito (Unamuno, Bergson, Spengler; Weber; Generación del 27; Ortega; Escuela de Francfort; rebelión estudiantil del 68), tiene como consecuencia la sustitución paulatina de ésta por la razón vital, la cual, al generalizar, lleva, como el otro tipo de razón repudiado, a la formación de grupos cada vez mayores (desde los políticos, la idea de Unión europea, por ejemplo, hasta los que pudieran parecer más triviales: la venta en tiendas de grandes superficies, digamos); pero que, al atender, esa razón vital, con idéntica fuerza a las partes, conduce igualmente a la descentralización de los viejos centros y naciones (en España, el Estado de las Autonomías), y al surgimiento de esos "poderes" menores o parciales, acallados antes, y que nombré hace sólo un instante.

Pues bien: ahí tenemos el motivo del gozo que me produce el hecho de que el Premio Príncipe de Asturias, en su reparto anual de distinciones, no haga distingos entre naciones y, sobre todo, entre naciones de la misma lengua, pues este internacionalismo supone el ajuste adecuado al tiempo en que vivimos, cosa que siempre es bueno y hasta obligatorio buscar. Hoy, más que nunca, debemos sentirnos orgullosos de pertenecer a esa estirpe desvalida y gloriosa que llamamos "el hombre", sin descuidar para nada, nuestro minucioso amor a Occidente, a Europa, a España, al País Vasco, a Cataluña, a Asturias, donde yo nací y, por mi parte, sin duda también a Oviedo, ciudad en que viví los diecinueve años primeros de mi existencia. ¡Cuántas veces he pasado a los cinco, a los diez, a los quince, a los dieciocho años por delante de este Teatro Campoamor! En Oviedo recibí yo, en efecto, las primeras emociones estéticas (tan virginales e intensas entonces como ahora mismo).

Majestades, Alteza, Excelentísimos señores, señoras y señores: ¡Ojalá el espíritu de fraternidad mundial, y el respeto a las diferencias entre las regiones, entre las diversas minorías, y las diversas razas, sexos y conciencias, vaya extendiéndose por todo el planeta! Y ojalá, también, ejemplos como el que representan estos generosos premios, abiertos a la literatura en español, y no sólo a la literatura de España, y abiertos asimismo, en otras direcciones, a la esfera aún más internacional, cunda y sirva para unir a todas las entrañables patrias, grandes y chicas, de las que nos sentimos, cada uno de nosotros, amorosos representantes.

En nombre de los premiados este año, insisto, que sabemos muy bien no ser los únicos que lo merecíamos, pues el mérito está mucho más extendido que sus afortunadas muestras, tomadas, haciendo un corte anual en el cuerpo cultural del mundo, muchas gracias. Y gracias también por escucharme, Majestades, Alteza, Excelentísimos señores, señoras y señores.

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