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Álvaro Mutis Premio Príncipe de Asturias de las Letras 1997
Majestad,
Alteza,
Dignísimas Autoridades,
Dignísimos Señores,
Señoras y señores,
La inmensa satisfacción y calurosa gratitud que hoy siento al recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, rebasan con mucho el explicable placer de que mi obra literaria obtenga un reconocimiento semejante. Sucede que este Premio viene a remover sentimientos más antiguos y entrañables que la simple vanidad de escritor y que tienen origen en dos ámbitos que se complementan y enriquecen mutuamente. El primero lo constituye la presencia de España en la tradición familiar y el segundo nace de mi condición de iberoamericano.
A riesgo de caer, sin remedio, en lo anecdótico y personal, algo quisiera decir sobre una tradición que los Mutis en Colombia hemos sabido perpetuar con fidelidad inconmovible. Se trata de lo que yo llamaría una atención vigilante y sin tregua por España, transmitida de una generación a la siguiente como algo muy semejante a un rasgo familiar. Sin duda, el origen de esta actitud se encuentra en la presencia tutelar del sabio naturalista, el canónigo Don José Celestino Mutis, artífice de la Expedición Botánica de la Nueva Granada, que le fuera encomendada por S.M. el Rey Don Carlos III. Don José Celestino trajo de Cádiz a su hermano Don Manuel para que le ayudara en la ardua tarea científica que le tomaría tres décadas llevar a feliz término. Don Manuel Mutis y Bosio, padre de mi tatarabuelo, fundó una familia en Colombia que ha estado vinculada a la historia del país en los más diversos campos y oficios. La memoria del sabio Mutis ha corrido en la vida de mi familia en forma paralela con la presencia de España y su destino. De las muchas anécdotas que lo atestiguan, quisiera hoy traer a cuento una de la que fui partícipe directo. Cuando la vista de mi abuela paterna no le permitió ya leer el periódico, yo, de niño, lo hacía en voz alta para ella. En cada ocasión comenzaba siempre diciéndome: "Mira, antes que nada, qué nos dicen de España". Fue así como, al mismo tiempo, empecé a frecuentar los autores españoles de la biblioteca familiar y disfruté la lectura de Galdós, Pereda, Juan Valera, Palacio Valdés y el, a mi juicio, injustamente olvidado, Navarro Villoslada con su Amaya y los vascos en el siglo VIII, que marcó mis sueños de infancia en forma un tanto delirante. Después iban a venir, desde luego y ya por mi propia cuenta, clásicos entrañables como Jorge Manrique, Garcilaso, Don Miguel de Cervantes, Tirso, y con ellos los autores de la Generación del 98, y en particular, hasta hoy en primer lugar de mi devoción literaria, Don Antonio Machado.
Hoy España me abruma con un honor, no por inmerecido menos cargado de un muy hondo significado. El Premio Príncipe de Asturias de las Letras revive todos estos recuerdos familiares y los trae a un presente en donde me proporcionan un bien y una certeza que ya daba por perdidos, en medio de mi destino itinerante e incierto. Es como si escuchara la voz de esta tierra venerable que me dice: "Te he seguido en todos tus pasos, he oído tu voz y hoy te acojo como a un hijo más nacido en estas tierras de América que tan caras son para mí". No encuentro mejor manera, un tanto sentimental y teñida de ingenuidad, es cierto, para explicar lo que hoy vivo en este recinto y en presencia de tan augustas personas que siempre han obligado mi reverencia.
El otro ámbito en donde el Premio viene a despertar sentimientos de manera tan estimulante como ineludible, tiene su origen en mi calidad de iberoamericano.
Mi América Latina tiene su más intensa y definitiva imagen en la zona ecuatorial y, más concretamente, en la que solemos llamar Tierra Caliente, el clima ideal para la siembra del café, de la caña de azúcar y del cacao; la de los ríos torrentosos que bajan de la Cordillera y los árboles inmensos en florida permanencia. Un ámbito por entero diferente del trópico, con el cual suele confundírsele en otras latitudes. Allí tuve la dicha y la fortuna de conocer el Paraíso en la tierra: la hacienda de mi familia materna, de vieja tradición en esos cultivos. En ese lugar, donde viví largas temporadas de estudiante nulo y lector insaciable, nació mi vocación literaria. No hay una sola línea en mi poesía o en mis relatos, que no tenga su secreta raíz en esa región que guardo en la memoria para ayudarme a seguir viviendo. Escribo sólo para mantener intacto ese recuerdo y darle una fugaz posteridad por obra de mis eventuales lectores. Pero necesario es admitir que hablo de un Paraíso cuya existencia se esfumó, arrasado por ese averno devorante que han dado en llamar la modernidad. No queda ya rastro alguno de ese rincón sagrado para mí y que recibe hoy, aquí, por mediación de mi obra, un homenaje al cual, viniendo de donde viene, le concedo un valor de indecible trascendencia. Pero algo quisiera comentar ahora sobre las causas más evidentes de que ese rincón de mi América sea hoy una árida ruina sin alma.
A nadie puede escapársele ya la evidencia de que asistimos a la vertiginosa agonía de todos los principios y certezas que han signado durante milenios la conducta del hombre, cuyo perfil como persona va borrándose paulatinamente y es reemplazado por el fantasma que intenta imitarlo en la brumosa pantalla electrónica. Es así como estos nuevos medios de una pretendida comunicación, puestos al servicio de una sociedad de consumo, de cada día más vasto y asolador alcance, conspiran para anular la noción de individuo y la existencia misma de la persona que casi nada cuenta ya y va a fundirse en esa masa informe que se mueve a impulsos de un hedonismo primario y de un afán cainita que invade cada vez con mayor saña todas las regiones del planeta. Sobrada razón tenía, entonces, quien dio su voz de alarma en esta misma sala y en idéntica ocasión: "¡Estamos cercados!", dijo. En efecto lo estamos y es hora de tomar conciencia de ello y de buscar el remedio en las secretas claves que han marcado nuestro destino desde hace milenios. ¿En dónde descubrirlas?. La respuesta es evidente: están en las ruinas de Tartesos; en la recia huella de Roma a todo lo largo y a todo lo ancho de la península; en la lección que nos dejaron los Omeyas, traductores de Platón y de Aristóteles; en la luminosa visión esotérica de celtas y de iberos y, no por ser la última, menos determinante, en la sabiduría de mayas, toltecas, incas y demás civilizaciones de la América precolombina. En la suma de todos y cada uno de estos legados fecundos, de uno y otro lado del océano, tengo la certeza de que está el recurso para vencer el cerco y contrarrestar esa mortal propuesta de globalización y ciega entrega a medios mecánicos que atentan contra el ser hasta inmolarlo en la tiniebla.
Nosotros, españoles e iberoamericanos, somos dueños aún de una conciencia mítica destinada a preservar nuestra condición de individuos. Esa voz salvadora tiene ecos reveladores en ceremonias como ésta a la que hoy asistimos, donde España rinde un generoso reconocimiento a los diversos campos del ingenio humano, representados aquí por personas de vario origen y condición, en cuyo nombre tengo el honor de hablar. Entendamos este acto como un rito que sirve para exorcizar el asedio que nos amenaza.
Os invito a escuchar la lúcida y profética advertencia que nos hace un gran poeta de la España presente, Julio Martínez Mesanza, en su poema "Exaltación del rito". Dice así:
Quien no comprende la razón del rito,
quien no comprende majestad y gesto,
nunca conocerá la humana altura,
su vano dios será la contingencia.
Quien las formas degrada y luego entrega
simulacros neutrales a las gentes
para ganarse fama de hombre libre,
no tiene dios ni patria ni destino.
Muchas gracias.
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