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Mstislav Rostropovich y Yehudi Menuhin Premio Príncipe de Asturias de la Concordia 1997

Mstislav Rostropovich y Yehudi Menuhin

Yehudi Menuhin

Majestad,
Príncipe de Asturias,
Distinguidos amigos,

En el incomparable marco de la ciudad de Oviedo, romántica Vetusta, cuna de ese país extraordinario que es España, tan rico en humanas experiencias de exaltación y dolor, amor y crueldad, a menudo inseparables, se ha concedido el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia a dos seres humanos que han dedicado sus vidas, sentimientos, ideas, manos y dedos al sonido armonioso, a las apasionadas voces de cuerdas que ruegan, consuelan y danzan, unidas a los cuerpos más bellos, resonantes, vibrantes, casi vivientes, creados por la mano humana -el violín y el violonchelo- que, animados por el roce de crines de caballo contra las cuerdas con la ayuda de un palo -el arco- se convierten en una maravilla de resistencia, flexibilidad, equilibrio y poder.

La nuestra es, por definición, una tarea de mensajeros entre el Creador y lo creado, entre el Profeta y su pueblo, entre Bach, Beethoven, Bartók, Shostakovich y muchos más, y la Humanidad. Por su misma esencia, nuestro trabajo no puede ser ni asesino ni cruel. Somos, sencillamente, "tubos", conductos más o menos fieles a las melodías que tocamos. Les evocamos visiones, alegrías o penas vividas y quizás al compartir las voces de la Humanidad con nuestros oyentes, les vamos acercando poco a poco unos a otros, a esa voz -a veces muy queda y casi silenciosa, a veces abrumadora, gritona y llorosa- que formula la eterna pregunta: ¿por qué?

¿Por qué se asocia casi siempre la imagen de la belleza o la perfección con el arte, la fantasía y el poder creador de nuestros grandes poetas, escritores y músicos o con los miles de anónimos artesanos y casi nunca con la política, el comercio o las relaciones humanas?

¿Cómo podemos adorar al venerado y genial creador de vida, amor y sabiduría, a "nuestro Jesús", a los santos, profetas y encarnaciones de Dios, rendir homenaje a filósofos y nobles estadistas, e incluso a violonchelistas o violinistas de buena voluntad, y a la vez contemplar una humanidad sangrante, a la que se niega todo alivio, una vida digna para nuestros hijos, con la amenaza de terribles castigos de manos de la naturaleza? Parece que reconocemos el bien; sin embargo, consentimos el mal.

¿Por qué se nos honra cuando hemos conseguido tan poco? ¿Por qué nos cubren de honores cuando la humanidad, cada uno de nosotros, ha aprendido tan poco de nuestros santos, poetas, artistas o músicos? Quiero creer que se honra una función, quizá la menos condenable de todas, porque no nos corresponde a los músicos encontrar nuestro castigo sino más bien inspiración y perdón. Premiarnos expresa una necesidad que llena el profundo deseo de los seres humanos de agradecer, al tiempo que confiesan su culpa.

Ni Slava ni yo somos sacerdotes ni santos, sino que quizá somos algo más conscientes de nuestra misión humana que otros, y hemos tenido oportunidades de aplicar esta misión a condiciones y situaciones en las que la gente puede escuchar una voz, reconocer un símbolo por el que soñar, suspirar o penar, pero que no es capaz de lograr.

Quizá Slava y yo seamos eslabones hacia el hombre nuevo, capaz de dedicar el debido tiempo, pensamiento e imaginación creativa para formar a los artistas que hay en nuestros hijos, en cada niño, de modo que se reconozcan nuestras relaciones como estructuras vivientes de arte. Quizá seamos lazos con el nuevo día en el que concedamos la misma importancia a la vida creativa orgánica de nuestros hijos o a nuestras relaciones responsables con otras culturas que la que dedicamos en este momento a los fenomenales avances inorgánicos en tecnología, comunicaciones, exploración espacial o armamentos.

Estamos pasando de una libertad capaz de conquistar y dominar a una comprensión de las crecientes responsabilidades que asumimos en la libertad de expresión, ya que toda libertad se ve circunscrita por la obligación, y sólo se destila como pura libertad cuando nos dominamos a nosotros mismos en el arte o en la maestría y cuando concedemos a los demás la libertad de ser ellos mismos, de dar y ayudar.

Tenemos que ser determinados y valerosos en la defensa de los derechos de los desamparados y también a la hora de pedir cuentas, en cada caso, a los responsables; de acuerdo con la ley humana que debe ser aplicada por tribunales independientes. Si somos capaces de prender o fomentar esa chispa creativa que existe en todos y cada uno, si podemos dar voz a las voces silenciosas de los niños desgraciados, de las culturas oprimidas, como intentó hacerlo nuestra amada Europa, si conseguimos cultivar e imponer un sentido de la responsabilidad en aquellos que influyen, mandan y deciden, creo que puedo concluir afirmando que el ánimo que se me da con este gran honor probablemente justifica la confianza que fue otorgada a los dos instrumentistas músicos de la Concordia.

Gracias.

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