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Jean Daniel Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades 2004
Alteza,
Resistiré la tentación de deciros que no sé si soy digno del honor que representa concederme el premio que lleva Vuestro nombre y Vuestro título. Significaría suponer que, tras escuchar las opiniones de los miembros del jurado y de las personalidades que me apoyaron, hubieseis podido pecar de exceso de indulgencia.
Otros, lo sé, habrían podido ocupar hoy este lugar que se me ha asignado, pero me siento muy afortunado ocupándolo yo. Hubo premiados anteriores a mí, y algunos de nombre ilustre; habrá otros después. Por mi parte, quiero disfrutar plenamente este momento inesperado y sorprendente que lejos estaba de pensar que un día llegaría a coronar mi carrera.
El Premio Príncipe de Asturias con el que me han galardonado es el de "Comunicación y Humanidades". La combinación de estas dos palabras revela una intención que no se me escapa. Con demasiada frecuencia, los hombres tratan de comunicarse sin la más mínima humanidad. También con demasiada frecuencia, el respeto de las humanidades no lleva a la comunicación. En mi juventud, se "hacían humanidades" cuando se estudiaba, en el instituto, griego y latín. Era el insigne homenaje que una sociedad judeo-cristiana rendía a la riqueza de la Antigüedad greco-latina. Era la vinculación con los hombres más relevantes del Renacimiento que -además- sumaban a su conocimiento del griego y del latín el del árabe y el hebreo.
No obstante, en todas las épocas -en singular o en plural- la palabra "humanidad" evoca el estudio de una ciencia universal. "Soy hombre, y nada de lo humano me es ajeno", decía Terencio. La búsqueda de ese hombre universal fue la preocupación de todos los grandes pensadores y de todos los grandes creadores. Y todavía sigue preocupándonos a todos nosotros.
Después de la caída del muro de Berlín, la humanidad pensó que iba a recuperar, junto con la libertad, una comunión intelectual y una comunidad de destino. La gran idea de entonces, que sigue siendo hoy la misma, era conciliar la universalidad de los valores con la diversidad de las culturas. Creímos en una tierra-patria para ciudadanos del mundo en una aldea planetaria. Era el fin de los nacionalismos y de la lucha de clases. Era el fin de las ideologías que funcionaban como religiones. Desafortunadamente, muy pronto, tuvimos que desengañarnos y asistimos al proceso exactamente inverso. Ahora sabemos que cuando los imperios retroceden, las etnias avanzan y también sabemos que las religiones, por su parte, pueden funcionar como ideologías.
Este bárbaro comienzo del siglo XXI es, curiosamente, el producto de un gran acontecimiento emancipador: el fin del totalitarismo soviético. Creíamos que la ideología había muerto. Sin embargo, sigue triunfando, sobre todo en su encarnación islamista, ese oscuro extravío de una gran religión.
Paralelamente he estado ejerciendo dos funciones: la de hombre de medios de comunicación, que consiste en vivir la Historia, y la de observador, que consiste en pensarla. Ambas actividades se alimentan una a otra, continuamente, y me han llevado a una constatación y a una disciplina. La constatación es que lo que solemos llamar condición humana se desarrolla en un vaivén, en un movimiento dialéctico entre el desarraigo y el arraigo, entre la intensidad y la duración, entre la afirmación de la diferencia y la nostalgia de lo semejante, entre la unicidad y la multiplicidad, lo homogéneo y lo heterogéneo, y en último extremo, entre el deseo de morir por la libertad y el miedo a vivir en soledad. Entre la razón según Descartes y la vida según Unamuno. La mesura, concepto que heredamos de los Griegos, consiste en respetar a los contrarios e impedir que se conviertan en antagónicos.
Hasta aquí la constatación.
En cuanto a la disciplina, comprendí, con Camus, que no había que acrecentar las desgracias humanas mintiendo y que había que llamar a las cosas por su nombre. Aprendí a sospechar de todos los pensamientos, de todos los escritos, de todos los actos que no tuvieran como objetivo o como resultado evitar el antagonismo entre los valores universales y la singularidad de las civilizaciones.
Empecé a desconfiar de los que favorecen lo general en detrimento de lo particular y lo igual en beneficio de lo diferente, de los que pretenden encontrar la universalidad en sus valores particulares o desprecian la cultura de los otros fascinados por lo universal. Todos ellos, creo yo, no están aportando su contribución a ese patrimonio de la humanidad que va desde los Códigos de Hamurabi, la tabla de los Diez Mandamientos y el Sermón en la Montaña, hasta las máximas de Kant, las grandes revoluciones y las Cartas de los Derechos Humanos.
Ahora bien, Alteza , no quiero olvidar que vivo en un mundo de infortunios. Cuando se habla, en mi entorno, de ese mal nuevo que llamamos terrorismo, heredero de los males absolutos que fueron el nazismo y el bolchevismo, suelo escuchar primero a los que, como el pueblo español, saben de qué se está hablando y tienen algo que decir. Saben que aunque, en un principio, se puedan vislumbrar las razones por las que unos hermanos se matan entre sí, en cuanto la sangre se derrama, siempre tiene el mismo color y en todas partes es insoportable. Y entonces se olvida por qué se mata y por qué se muere. La violencia se alimenta sólo de sí misma. Ayer, dio a luz a la Historia. Hoy, devora a sus hijos.
Sin duda existe en la tradición española el deseo de mantener una cierta familiaridad con la muerte. Pero existe otra, para el gran filósofo que ya he citado: la del «sentimiento trágico de la vida», que procede del deseo de inmortalidad y de la voluntad de vivir. Pocas veces se profundizó tanto en el elogio y el enaltecimiento de lo que hace posible, fomenta y protege el impulso vital. Y, para Unamuno, Don Quijote es, evidentemente, quien mejor lo simboliza.
Hoy, la vida, en Europa, es un valor que defendemos. En esta reunión de pueblos libres cuyo deseo de vivir juntos honra a la humanidad, es una causa sagrada. Y, sin embargo, esa causa es la que, súbitamente, se ha visto nuevamente amenazada por las fuerzas de la muerte.
España sabe lo que es conveniente hacer, y también no hacer, para luchar contra el terrorismo. No adoptar los valores del enemigo que se quiere combatir. No imitar sus medios, so pretexto de que los fines son distintos, porque los medios son los que determinan los fines. Saber, en definitiva, que ninguna nación puede pretender encarnar por sí sola el bien, la virtud y lo universal. Dejémosle a Dios esa pretensión.
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