Discursos
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Discurso de Su Alteza Real el Príncipe de Asturias durante la ceremonia de los Premios Príncipe de Asturias 1996
Una vez más, con emoción y esperanza renovadas, regreso a este Principado de Asturias y a esta hermosa capital, cargada de historia común, para presidir el acto de entrega de los Premios que llevan mi nombre.
España, desde esta tierra que con tanta hondura la siente, rinde homenaje a unas personalidades que con su trabajo y su sacrificio dignifican a la comunidad humana, enriquecen su pensamiento, la hacen así más libre y la impulsan hacia nuevos y prometedores caminos. Porque los premios cobran sentido cuando sirven de estímulo y ejemplo para todos, al subrayar el esfuerzo y la dedicación de quienes los merecieron y los reciben.
Y a esto han dedicado su vida los premiados de este año: al trabajo continuo y sin desmayo, que los convierte en hombres que buscan sin cesar el bien común.
Gracias a su presencia entre nosotros -que nos ha permitido escuchar hoy palabras inolvidables por su profunda sensibilidad-, vivimos un día gozoso que confirma nuestra fe decidida en el ser humano y en su aventura.
Quiero dejar constancia de mi gratitud a los miembros de los diversos Jurados sobre los que ha recaído la ardua tarea de examinar las numerosas y destacadísimas candidaturas presentadas y de conceder nuestros Premios.
Sé que no ha sido empresa fácil, porque nunca lo es elegir a los egregios de entre los mejores, y sólo su firmeza en mantener un juicio recto e independiente y su riguroso sentido del deber, les han permitido cumplir su cometido, en perfecta sintonía con los altos fines de la Fundación.
Mi gratitud se acrecienta, si cabe, cuando tengo presente que nada de esto sería posible sin la extraordinaria generosidad de los patronos y protectores de la Fundación, entre los que deseo recordar con especial cariño a Plácido Arango, que durante ocho años la ha presidido con tanta ilusión, generosidad y eficacia, siguiendo el camino iniciado por su antecesor, el inolvidable Pedro Masaveu. Tras las suyas, la actual presidencia, encomendada a José Ramón Álvarez Rendueles, es una firme garantía de continuidad.
Fiel a sus principios, la Fundación, con la ayuda de sus patronos y protectores, el trabajo de sus jurados, la eficacia de su equipo de trabajo, siempre presente aunque no bajo los focos, y el prestigio de sus galardonados, mantiene la mirada puesta en un futuro lleno de ilusiones; unas ilusiones que evocan las de Don Quijote cuando salía al alba, lleno de gozo, a los campos de horizontes sin límites de España.
Pero antes de pasar a hablar de cada uno de los premiados y ante las noticias de última hora, permítanme expresar mi profundo dolor por la muerte de tres misioneros españoles en la región africana de los grandes lagos que han perdido su vida desarrollando una ejemplar y valiosísima labor humanitaria.
Esperamos y anhelamos que la comunidad internacional tome con urgencia las medidas necesarias para aliviar esta tragedia que tanto nos conmueve y que tan duramente lesiona la dignidad humana y los derechos fundamentales.
El Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades ha sido concedido a dos personalidades de excepción, Indro Montanelli y Julián Marías, quienes, con maravillosa lucidez, hacen resplandecer el mandato bíblico: "Cumple tu deber, ocúpate de él, envejece en tu tarea".
Ambos representan de manera ejemplar las mejores virtudes de la comunicación periodística y humanística: el amor a la verdad, el esfuerzo tenaz para huir de la rutina y de la superficialidad, el afán de independencia, y todo ello aun a costa de muchos sacrificios e incomprensiones. Nos hallamos ante dos hombres que son admirables modelos de altruismo intelectual y de fortaleza moral, dos hombres que han vivido en carne propia la idea de que, con dolorosa frecuencia, el destino de los seres innovadores e insobornables es la soledad.
Indro Montanelli es una figura clave del periodismo europeo de nuestro siglo, tanto en sus funciones de colaborador o corresponsal, como ejerciendo las más altas responsabilidades al frente de empresas de comunicación. Con pasión, inteligencia y grandes dosis de entereza y valor, Montanelli ha representado durante casi medio siglo la voz independiente y enfrentada a dejarse arrastrar por corrientes o modas efímeras, a veces incluso en situaciones dificilísimas para su país.
En momentos de confusión y desconcierto, muchos europeos se han sentido orientados por la postura de Montanelli, por sus agudos análisis de la realidad y sus perspicaces advertencias para precaverse contra engaños interesados y errores.
Acaso la hondura de sus convicciones, así como el ardor con el que siempre las ha defendido, provengan de su profundo amor a la Historia, que, como decía Cicerón, es "testigo de los tiempos, luz de la verdad, vida de la memoria, maestra de la vida, heraldo de la antigüedad". Por eso puede Montanelli hablarnos a todos de cuáles fueron las causas últimas de lo que hicimos y qué es lo que nunca debemos repetir.
El premio a Julián Marías compensa sólo mínimamente sus incontables méritos. Discípulo de Ortega y Gasset, a quien ha dedicado muchas páginas esclarecedoras, ha desarrollado siempre su pensamiento dentro de una limpia trayectoria intelectual.
Sus obras, nacidas de una inagotable curiosidad, han abarcado aspectos diferentes de la actividad humana, desde la Antropología a la Historia, desde el ensayo literario hasta los densos caminos de la Metafísica. En todos los casos, Julián Marías ha proporcionado perspectivas renovadoras acerca del hombre y de su lugar en la sociedad, siempre convencido de que la filosofía, que ha de estar al servicio de la vida, es la disciplina que sitúa al ser humano en la cima de la creación.
Marías ha hecho inteligible la grandiosa singularidad de la Historia de España, recinto entrañable e inseparable de convivencia, al mismo tiempo que reclama la imprescindible necesidad de conservar y reforzar nuestros vínculos con América. Son frecuentes también sus reflexiones sobre el proceso de unión europea, sobre sus luces y sombras.
Buena parte de su pensamiento ha visto la luz en forma de artículos de prensa, de tal suerte que, para la mayoría de sus lectores, las ideas siempre claras, siempre expuestas de manera noble y sencilla, han constituido una ayuda constante y un impagable ejemplo intelectual y ético.
El Premio Príncipe de Asturias de las Letras ya está en las manos de Francisco Umbral. Pocos casos habrá como él de escritor "puro", en quien vida y creación literaria se confunden. Nos muestra, con la deslumbrante claridad de los grandes creadores, la importancia que la literatura tiene para modelar nuestra visión del mundo y del hombre y para colaborar decisivamente en la educación de la sensibilidad humana, una de las claves del auténtico progreso.
Umbral es un artista de la palabra, que se asoma día tras día a las páginas del periódico para ofrecernos su punto de vista sobre la actualidad, arropado por una portentosa inventiva verbal.
De escritura acerada y tierna a la vez, puede acariciar con su palabra nuestras conciencias y puede fustigarlas como un látigo; puede, y sabe, elevarse a la cima del sentimiento poético o penetrar con paso desgarrado por los más recónditos arrabales del vocabulario.
La labor periodística de Francisco Umbral es sólo una parte de su caudalosa obra, que nos ofrece novelas de desolada y lírica intensidad, ásperos retratos del inframundo madrileño o unos nuevos episodios nacionales que, sin dejar de ser ficción autónoma, iluminan con relampagueantes intuiciones la reciente historia de España.
El Premio Príncipe de Asturias de las Artes reconoce este año en el valenciano Joaquín Rodrigo una obra que es paradigma de lo artístico. Este grandioso compositor, cuya figura honra a nuestra patria y que se encuentra representado en este acto por su hija debido a su delicado estado de salud, funde con originalidad y elegancia lo popular y lo culto, lo tradicional y lo nuevo.
Pronunciar su nombre es invocar la música en estado puro. Millones de personas en todo el mundo han sentido estremecimiento al dejarse mecer por los acordes de la música de Joaquín Rodrigo, que llega a grados de excelsa perfección y despierta en nosotros melodías que no sólo prolongan la tradición del genio musical español, sino que son el resultado de una fresca e intensa originalidad.
Consagrado por el inmortal Concierto de Aranjuez, en cada una de sus obras expresa Rodrigo la hondura del ser español con un lirismo inconfundible. Él es el embajador de la música española traducida a la guitarra, instrumento esencialmente nuestro, que ha sabido dotar de una fisonomía nueva dirigida a las salas de conciertos. Hacia él miran los guitarristas con veneración, ya que de su mano han logrado la gloria y el aplauso de todos los públicos. A su ejemplo atienden también los jóvenes compositores, porque Joaquín Rodrigo ha ganado fama sin dejar de ser jamás riguroso y honrado, dos principios que conforman la autoridad de los grandes creadores.
Se ha otorgado este año el Premio de Ciencias Sociales al historiador británico Sir John Elliott. Pocos estudiosos han sabido aproximarse, como este insigne maestro, a nuestro pasado, y en especial a la España de los siglos XVI y XVII. Nos ha contado que, siendo casi un adolescente, la contemplación de algunas escenas de los cuadros del Museo del Prado ya le hizo entrever algo de lo que Unamuno llamó la intrahistoria de nuestro país.
Desde entonces, sus investigaciones, prolongadas en su cátedra de la Universidad de Oxford, no han hecho sino tratar de explicar la Historia española, sus problemas cruciales, que requerían nuevas luces e interpretaciones rigurosas. Porque existen pocas tareas tan delicadas como la del historiador, que debe mantener con denuedo una ideal objetividad y no dejarse llevar por sus opiniones o creencias personales al analizar los hechos pretéritos. Ésta es la grandeza de esta ciencia, y de ahí que sea tan importante para los pueblos cultivarla, transmitirla de generación en generación como lo más valioso de su patrimonio y enseñarla desde la verdad.
Una de las principales aportaciones de John Elliott es la de haber contribuido con sus profundos análisis a deshacer visiones estereotipadas y tópicas de nuestra Historia.
Elliott pertenece a esa brillante pléyade de hispanistas que estudian a España porque la aman, y que han comprobado por sí mismos cómo el amor crece con el conocimiento del objeto amado.
Valentín Fuster, Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica, es ejemplo admirable de una vida entregada de lleno a ayudar al ser humano en sus intentos por superar los límites que le marca la naturaleza. Su obra no sólo es un muestra de su valor personal sino que también encarna el valor de la ciencia cuando se dirige a mejorar la existencia del hombre.
Empeñado desde hace muchos años en una lucha tenaz contra las enfermedades coronarias, este médico catalán ha estudiado, sin conceder un momento al desánimo o a la fatiga, una de las dolencias más terribles que afligen al hombre contemporáneo.
Desde la convicción de que los esfuerzos clínicos son insuficientes para avanzar con rigor si no van acompañados por la investigación básica, Valentín Fuster ha sabido atender estos dos frentes y armonizar sus resultados, al tiempo que ha dado muestras de su extraordinaria formación científica y de su singular capacidad de organización, llevando adelante el trabajo de equipos numerosos altamente especializados.
En él vemos representados a otros científicos españoles, obligados a emigrar en busca de mejores medios para desarrollar su tarea, y deseosos, en muchos casos, de regresar e integrarse en nuestra comunidad investigadora.
Un gran poeta de su Cataluña natal, Salvador Espriu, cantó la melancolía del ser humano y su vivir con estos versos:
No quedan surcos en el agua,
ninguna señal
de la barca, del hombre, de su paso.
Pero no todo se pierde y se olvida. Los grandes hombres, como nos demuestra este mismo poeta, permanecen siempre en el recuerdo.
Y Valentín Fuster dejará una huella imborrable en el elenco de los insignes investigadores de la ciencia española que encabezan Ramón y Cajal y Severo Ochoa, hitos en la cultura humana y estímulo permanente para nuestra juventud.
El progreso del hombre es inseparable de su lucha por superarse a sí mismo, y el deporte es una manifestación específica de esa aspiración. Este sentido tiene la concesión del Premio Príncipe de Asturias de los Deportes al atleta norteamericano Carl Lewis.
En él, ese empeño por superarse y superar a los demás en noble lid tiene relieves excepcionales. Sus victorias, acreditadas por nueve medallas de oro en cuatro Juegos Olímpicos y casi otras tantas en campeonatos del mundo, le hacen un deportista que difícilmente será olvidado por las generaciones futuras, a las que también deja el ejemplo de su combate contra la droga, que tantas vidas empobrece y degrada, sobre todo en los jóvenes, y contra la que es preciso luchar sin descanso.
La poderosa carrera de Carl Lewis es fruto de sus facultades personales, pero también es el resultado de un esfuerzo tenaz de preparación y de una ejemplar y admirable disciplina, virtudes todas que, como en la Grecia clásica, salen triunfantes al final de cada una de sus competiciones.
El esfuerzo, los merecidos triunfos y las medallas logradas por Carl Lewis no deben ocultarnos lo que de verdad importa, lo que resplandece detrás de cada carrera vertiginosa, de cada salto inverosímil, de cada brillante demostración de dominio corporal: la lección del sacrificio, del afán de perfección física y moral que debe constituir el fundamento y el ejemplo perdurable de todo deportista.
Los españoles vivimos a mediados de los años setenta un delicado y fundamental proceso de transición política que llevaba consigo una profunda transformación social. Era preciso conjugar armónicamente, sin tensiones ni violencias, dos tiempos diversos para asegurar la convivencia en paz en el camino hacia la democracia. Era preciso superar las diferencias del pasado y neutralizar viejos recelos para abrirse a un futuro de ilusiones compartidas.
Una tarea de esta índole exigía un esfuerzo de concertación a la que contribuyó decisivamente una persona dotada de flexibilidad, afán de diálogo y de entendimiento, amor a la libertad, respeto a las ideas ajenas, mucho coraje y no poca capacidad de persuasión. Hacía falta alguien que, además de reunir estas infrecuentes virtudes, pusiera la vida en el empeño. Ésta fue la obra de Adolfo Suárez, que hoy ha recibido el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia.
Encauzando los anhelos de libertad del pueblo español, con la generosa y entusiasta colaboración de otras personas y grupos políticos y con el decidido aliento de la Corona, Adolfo Suárez hizo posible lo que muchos tratadistas políticos, basándose en su conocimiento de España y en la experiencia de otros pueblos, habían considerado imposible. Logró aunar voluntades que parecían contrapuestas, dirigió sin violencia las energías latentes de una sociedad hacia la tolerancia y el diálogo, cerró distancias y cicatrices y, en fin, realizó desde su Gobierno la gran misión de devolver España a los españoles mediante el establecimiento de la democracia, la forma de gobierno que Goethe consideraba la mejor, "aquella que nos enseña a gobernarnos nosotros mismos".
Quienes protagonizaron la transición, y muy en particular Adolfo Suárez, vivieron la experiencia irrepetible de reescribir su propia Historia, liberándola de viejos fantasmas y abriendo un horizonte de esperanza.
Los españoles que vivimos la libertad recobrada podemos decir de aquella generación que gracias a su ayer existe para nosotros un presente en paz y también un mañana pleno de esperanza.
Pocas personalidades políticas de nuestros días se hallan más estrechamente unidas al nuevo concepto de Europa que la del canciller alemán, Helmut Kohl, Premio Príncipe de Asturias de Cooperación Internacional. Su labor incansable en favor de la Unión Europea, su profundo interés por proporcionar a su país una nueva dimensión política y económica y su inteligente contribución a la difícil tarea de la reunificación alemana hacen de él un punto de referencia inexcusable en este histórico proceso.
En su persona, señor Canciller, saludamos a quien tantos desvelos ha dedicado y sigue dedicando a una Europa nueva, heredera de Carlomagno y Carlos V, amante de sus raíces y tradiciones, que extrae de su diversidad lingüística y cultural y del tesoro incomparable de sus expresiones artísticas las energías necesarias para construir un hogar común y un espacio de encuentro que haga saltar las viejas barreras y la inercia de los tópicos que tantas veces nos han separado.
Europa es una convicción de la que participamos y una esperanza por la que trabajamos. Hacerla realidad constituye una honrosa tarea a la que su ejemplo, señor Canciller, nos invita y estimula.
El sentimiento europeísta de los pueblos de España, que se ha ido forjando a través de los tiempos, y en el que Asturias tuvo su propio papel, tiene continuidad en nuestros mejores intelectuales de este siglo. Todos ellos piensan y escriben sobre una Europa unida en la diversidad, respetuosa con la pluralidad de sus elementos integrantes y cercana a las preocupaciones reales de la vida de sus ciudadanos. Unas ideas que tienen, Señor Canciller, muchos puntos de encuentro con las que Usted defiende.
El reino astur enriqueció además su perspectiva, ya en sus comienzos, con acentos europeos, tal como demuestran sus relaciones con el imperio carolingio. Fueron también sus monarcas quienes promovieron el culto al sepulcro de Santiago, cuyo nombre lleva el Camino que hizo germinar los más antiguos vínculos de solidaridad entre los pueblos de nuestro Continente.
Asturias, que se siente orgullosa de su participación en esta aventura desde sus orígenes, en que al amparo de los Picos de Europa y de la montaña de Covadonga plantó su escudo en defensa de los valores a cuya sombra hoy aún nos acogemos, espera encontrar la solución, por su propio esfuerzo, a los problemas que los nuevos tiempos le plantean, como lo ha hecho a lo largo de la Historia, y con el apoyo, la solidaridad y la comprensión de todos. En este camino, Asturias contará siempre con mi estímulo y mi constante aliento.
Salvador de Madariaga, que fue europeo por vocación y por ejercicio, definió con sabias y bellas palabras el ser de Europa y el sentido del camino común de sus pueblos:
"Europa -escribió- se crea al confluir dos grandes tradiciones: la socrática, que pide libertad de pensamiento, y la cristiana, que pide respeto para la persona [...] Europa no es sólo un mercado común; es también y sobre todo una fe común en el valor del hombre y de la libertad".
Muchas gracias.
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